Coro Bajo
Los conventos novohispanos exigieron una arquitectura especial que respondiera a las necesidades de las religiosas que los habitaban, así como a la de los fieles que acudían al templo. La peculiaridad de estas construcciones conventuales radica en la presencia de los coros, espacios arquitectónicos de forma cuadrangular y de dimensiones suficientes para que desde allí (y sin ser vistas por la feligresía) las monjas pudieran escuchar y tomar parte de los servicios religiosos.
El coro era doble, uno en la parte alta y otro en la planta baja, este último dividido del templo por una reja flanqueada por dos ventanillas cuya cratícula -hueco en el muro a la altura del pecho que se reduce en la medida que se aproxima al interior del coro, de modo que al final sólo quepa la mitad del rostro- permitía a las monjas comulgar sin que el sacerdote entrara a la clausura. Detrás de las rejas, tanto en el coro bajo como en el alto, se colocaban unas cortinas negras, espesas, que solo corrían cuando se alzaba la hostia en la misa o para oír algún sermón; por ejemplo, las honras fúnebres dedicadas a alguna monja.
Los coros eran uno de los lugares más importantes dentro de los conventos y templos de monjas. En el caso del bajo, representaba el umbral para su vida como religiosas pues en el recibían el hábito de novicias; también lo era para su muerte, ya que aquí estaban la cripta y el osario.
El acceso a éste se hacía desde el interior del claustro principal y por medio de la escalera de caracol que conduce al coro alto. Las monjas acudían al coro bajo a escuchar misa luego de la hora prima -los rezos los hacían en el coro alto- y acudían aquí en diferentes momentos del día para cantar o rezar. En el interior de estos coros colocaban altares, retablos, nichos con esculturas, óleos, relicarios y reliquias. Era como una iglesia completa, solo que a menor escala.
Cripta
Al morir, las monjas eran enterradas en la cripta, en compartimentos cercanos a la superficie y cubiertos por una loza de piedra que dejaba escapar el olor del cuerpo durante el proceso de descomposición. Después de algunos años los restos eran trasladados al osario, al frente de la cratícula, para hacer lugar a las religiosas próximas a fallecer.
Sobre los muros encalados, las monjas escribieron breves cartelas donde apuntaron el nombre, la edad, la fecha de defunción, las virtudes y los oficios que desempeñó cada difunta. Algunas religiosas murieron jóvenes, como María Gertrudis, quién "falleció violentamente a los 24 años de edad y siete de religiosa [...] en una festividad adornando el altar"; otras vivieron hasta la vejez, como Ana Joaquina de San Agustín, quien falleció a los "83 años de edad y 65 de religión".
Es posible que, desde mediados del siglo XIX y hasta la primera década del siglo XX, esta cripta haya permanecido clausurada. Según el libro de profesiones, Sor María de Felipe de Jesús, priora del convento, en 1907 mandó abrir la cripta. Al entrar, encontró dos gavetas abiertas "donde se miraban las monjas y restos de las religiosas inhumadas". La priora y las novicias sacaron los escombros, repararon el interior y rezaron por la salvación de las religiosas.
Gracias a su techo abovedado, la cripta soporta parte del piso del coro bajo. El arco distribuye el peso a las paredes y contrafuertes laterales generando un espacio central libre de columnas o soportes, pero reducido, oscuro y sin ventilación. La humedad y el calor han deteriorado las cartelas: hoy sólo queda fragmentos de las elaboradas entre 1756 y 1852, aunque debieron de existir otras más antiguas.